Artículo de César Lorenzo en el último número del periódico CNT a propósito de la publicación de su libro Cárceles en llamas. El movimiento de los presos sociales en la Transición
Escrito en una rudimentaria pancarta, este deseo encabezaba, junto al
recuerdo de “Tus compañeros anarquistas”, la comitiva que
trasladó el féretro de Agustín Rueda desde el Instituto Anatómico
Forense hasta la plaza de Cibeles. Tres días antes, la madrugada del
14 de marzo de 1978, había fallecido víctima de los golpes de un
grupo de funcionarios de Carabanchel. De esta forma tan brutal se
volvía a poner de manifiesto que los muros de las prisiones a duras
penas podían contener la lucha antagónica y sin reglas entre las
ansías de libertad de los reos y la voluntad inmovilista de la
administración y los carceleros por impedirlo.
Un
año antes, en la misma prisión, se habían dado a conocer las
siglas de la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL). Desde su
creación, esta plataforma se propuso erigirse en la representante de
los olvidados tras las rejas. Sus miembros denunciaban la pervivencia
de leyes, tribunales y funcionarios de indudable corte franquista,
así como el deplorable régimen de vida a que estaban sometidos y,
por encima de todo, la marginación de la amnistía tras la muerte
del dictador. Aquellos hijos del extrarradio crecidos a la sombra del
desarrollismo, vagos y maleantes que amenazaban el orden público a
base de tirones de bolso y robo de vehículos a motor, habían
conseguido dotarse de un discurso propio, fuertemente influenciado
por la crítica antiautoritaria post-68 y la efervescencia política
que se vivía en la calle. Se habían proclamado presos sociales
(retomando una denominación que ya habían usado los presos
anarquistas en los años veinte y treinta), para reivindicarse
víctimas de la dictadura y, por tanto, con derecho al mismo trato
que sus compañeros políticos de reclusión.
Para
darse a conocer, los miembros de COPEL dirigieron centenares de
instancias al Rey, redactaron manifiestos e informes a la prensa y se
sentaron en los patios reclamando un interlocutor, pero la única
respuesta que obtuvieron fue el silencio y la represión. Palizas,
aislamiento y traslados no tardaron en empujarlos a los tejados en
busca de la visibilidad que la Administración les negaba. Gracias a
la dispersión que pretendía acabar con las protestas, las consignas
de COPEL se dieron a conocer en la mayoría de prisiones, dónde a su
vez otros presos formaron nuevos grupos que multiplicarían las
revueltas. Sólo en 1977 hubo más de cincuenta motines, nueve de
ellos con grandes destrozos e incendios, por toda la geografía
española.
Mientras, en la calle, los Comités de Apoyo a
COPEL de diversas ciudades o los miembros de la Asociación de
Familiares y Amigos de Presos y Ex Presos (AFAPE), en Madrid, entre
cuyos participantes la corriente libertaria era mayoritaria, gritaban
“Presos a la calle, comunes también” (o en su versión más
radical e irónica, “…políticos también”). El movimiento
ácrata fue el principal apoyo organizado de los subidos a los
tejados, si por la precaria y recién reconstituida CNT y sus grupos
satélites podemos entender una organización más o menos estable.
La postura oficial de la Confederación, favorable a una amnistía
total, quedó recogida en declaraciones de sus líderes, como las
expresadas en los mítines de Mataró (octubre 1976), San
Sebastián de los Reyes y Montjuic (marzo y julio de 1977);
la de sus militantes de base, en la actividad cotidiana de sus
comités pro presos, encargados de la defensa y el apoyo a los
muchos simpatizantes (con y sin carné) que cayeron detenidos –a
menudo acusados sin pruebas sólidas–, pero también a presos
sociales que no tenían más que una relación muy circunstancial con
la organización.
La
muerte de Agustín Rueda volvió a evidenciar este apoyo, no exento
de tensiones internas, y aprovechado por el Estado para ahondar en la
criminalización del movimiento libertario. Que Rueda era
anarquista se supo la noche del 14, pero faltaba saber si era miembro
del sindicato. Además, sus compañeros de infortunio, golpeados como
él tras el descubrimiento del túnel en el que trabajan para
fugarse, eran todos presos sociales sin ideología política
conocida. Un cóctel altamente inflamable cuya deflagración no tardó
en producirse. Gómez Casas explica cómo el 15 de marzo, con la
noticia en todos los periódicos, desde la redacción del Telediario
telefonearon al Comité Nacional para confirmar o desmentir su
afiliación. Desde la CNT se les informó que no tenía carné de
militante, pero que este detalle resultaba intrascendente en
comparación con las circunstancias de su muerte, y que la CNT la
asumía como propia por su militancia anarquista, a la vez que
acusaba a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias de
maltratos y torturas. Pero desde los medios, la versión que dieron
fue la siguiente: “consultado el secretario general de la CNT, éste
afirmó no haber constancia de la militancia confederal de Agustín
Rueda en los archivos”. A pesar de la protesta formal el daño ya
estaba hecho; a ojos de la opinión pública la CNT era una guarida
de terroristas (por lo reciente del caso Scala), y encima, de cara a
sus simpatizantes, no reconocía a quienes no hubiesen satisfecho la
cuota sindical.
Las
revueltas de presos no se detuvieron tras la muerte de Rueda, pero
este hecho y su réplica inmediata (el asesinato por parte de los
GRAPO del director general de Instituciones Penitenciarias, una
semana después) supusieron un punto de inflexión. El gobierno
entendió que era urgente pacificar las cárceles, estableciendo
medidas que dificultasen la capacidad de organización de los presos
(restricciones de movimientos y comunicaciones) y calmaran los ánimos
y fomentasen la colaboración (beneficios selectivos). O dicho en
roman paladino: palo y zanahoria. La combinación del premio y el
castigo provocaría la fragmentación interna y desaparición de
facto de la COPEL antes de acabar el año, mientras en los despachos
y el hemiciclo empezaba a tomar cuerpo la que un año después se
convertiría en la Ley Penitenciaria que ratificaba estos cambios. La
irrupción masiva del consumo de heroína haría el resto en el
proceso de desmovilización de los presos sociales.
En cuanto
a los militantes libertarios –cenetistas o de grupos autónomos–
siguieron dando su apoyo a los presos, pero su incidencia también
fue menor, debido a la propias vicisitudes que atenazaban a este
colectivo y al endurecimiento de la represión. En la calle, las
manifestaciones se combinaron con “cocteladas” e incluso no pocas
acciones destinadas a facilitar la fuga a través de túneles y
rescates a punta de pistola. Y desde dentro, liderando huelgas de
hambre, como la de septiembre de 1982, iniciada en Barcelona y que
llegó a aglutinar a varios miles de presos en todo el Estado en
demanda de una reforma del Código Penal.
Treinta y
cinco años después, a penas ya nadie recuerda a la COPEL, a Agustín
Rueda y a tantas otras víctimas de la modélica Transición. Las
cárceles rebosan pobres, locos y drogadictos (Mercedes Gallizo
dixit), pero todavía parece quedar sitio para una nueva ola
represiva contra manifestantes y disidentes al dogma constitucional.
El leviatán carcelario es insaciable.
César Lorenzo Rubio
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