Cuarta entrega de los artículos relacionados con la Primera Guerra Mundial. La situación y papel de la mujer en la Guerra, por Laura Vicente Villanueva
Vivir y luchar, la misma cosa son…
Ese
vivir
y luchar, escrito
para un himno sufragista por la feminista Cicely Hamilton, sintetiza
la actitud con la que las mujeres afrontaron los cambios que propició
la Iª Guerra Mundial en la condición femenina. Cuando se fundaron
los movimientos sufragistas en el siglo XIX, la estructura patriarcal
mostraba una figura monolítica sancionada por los siglos y con
convicciones inamovibles: la certeza de la superioridad masculina y
la natural subordinación de las mujeres. Gracias a la influencia de
las feministas de finales del XIX y principios del XX, el sistema
patriarcal empezó a resquebrajarse.
El
año 1914 podría haber sido el de las mujeres, por la gran
movilización feminista que se producía en aquellos momentos, pero
fue el año de la guerra que colocó a cada sexo en su sitio. La
contienda bélica separó radicalmente los sexos y marcó una tregua
cuando
las sufragistas abandonaron la lucha a favor del voto para dedicarse
a la guerra.
Sin duda alguna, las feministas, al igual que las clases populares,
participaron de la fiebre nacionalista y suspendieron sus
reivindicaciones para cumplir con sus deberes y dar pruebas de
respetabilidad. Pero cuando en otoño de 1914 quedó claro que la
guerra no sería breve, y que requería de sostén en la retaguardia
y del concurso de las mujeres, no hubo dudas a la hora de
movilizarlas.
El
patriotismo
rompió los compromisos de solidaridad internacional, apoyando de
forma incondicional la guerra, excepto una minoría que luchó por
impulsar la paz. Las pocas feministas pacifistas, que rechazaron
abiertamente la guerra y desarrollaron un nexo entre feminismo y
pacifismo, fueron acusadas de traidoras a la patria y ridiculizadas.
Pese a ello, en 1915 apareció “La Liga Internacional de Mujeres
por la Paz y la Libertad”, y ese mismo año se celebró en La Haya
el Congreso Internacional de Mujeres por la Paz. Estas heterodoxas
feministas fueron vistas con
desconfianza por las otras minorías pacifistas que, en general,
rechazaron el vínculo entre guerra y virilidad, fueron hostigadas y
censuradas por sus respectivos gobiernos y rechazadas por las grandes
organizaciones feministas.
La
Gran Guerra supuso para los combatientes una terrible experiencia y
una masacre masiva. Las bajas militares fueron considerables: cerca
de 9 millones de muertos. Un país como Serbia perdió la cuarta
parte de sus movilizados; Francia, 1,3 millones de hombres (el 10 %
de su población activa masculina y más del 3 % de su población);
Alemania cerca del 3 %, con 1,8 millones de hombres, e Italia y el
reino Unido, alrededor de 750.000 soldados cada uno. Se trataba en su
mayoría de hombres jóvenes. Las mujeres en cambio accedieron al
espacio y a las responsabilidades públicas y se produjo una
inversión de los roles que pudieron valorar como positivo pese a la
guerra.
El
conflicto bélico constituyó una experiencia de libertad y de
responsabilidad sin precedentes. Las trabajadoras fueron conscientes
de sus capacidades y de su independencia económica, el trabajo
relacionado con la guerra, sobre todo en las fábricas de armamento,
fue un trabajo bien pagado: doblando los salarios tradicionales en
los sectores considerados femeninos. Para las mujeres de capas medias
y acomodadas la guerra fue un periodo de intensa dedicación que hizo
peligrar los encasillamientos sociales, como la rigidez de la moda o
la sociabilidad burguesa. Sabemos poco de la naturaleza íntima de la
guerra, sí conocemos del incremento de las tasas de ilegitimidad
filial durante el conflicto o de la posterior explosión de divorcios
una vez finalizado éste. Se produjo un aumento del deseo, merced al
nuevo erotismo contenido en las tarjetas postales, en la prensa o en
espectáculos de revista que mostraban libremente el adulterio y
otras formas de amar.
La
gran novedad fue que la mujer tuvo que vivir sola, salir sola y
asumir las responsabilidades familiares sola, algo que siempre fue
considerado imposible y peligroso. Las llamadas mujeres
del excedente
tuvieron que aprender a sobrevivir y asumir su soltería. La numérica
imposibilidad de matrimonio fue, en realidad, una liberación y una
plataforma de despegue social. El matrimonio aún era una vía de
realización personal, pero el retrato de boda, que parecía ser la
meta para todas las mujeres, se desvanece y es sustituido por otro
tipo de sueños y aspiraciones. El sueño del poder político y de la
independencia económica, la aspiración de asumir un cargo de
responsabilidad, alcanzar metas profesionales y personales o poder
hablar y expresarse en público, son ejemplos que parecían entonces
una utopía.
A
corto plazo la guerra introduce pocos cambios en la relación entre
los sexos, asombra la resistencia social ante la modificación de los
roles, la persistente voluntad para encasillar a las mujeres en
funciones de “sustitutas” y auxiliares que se emplean en
consonancia a su “naturaleza” inmutable. Pero este inmovilismo se
ve cuestionado a largo plazo, importantes retrocesos entre los
empleos domésticos y el hundimiento de los oficios de la costura y
de la industria a domicilio, aumentando la proporción de mujeres
asalariadas en la gran industria moderna. Crecen los empleos del
sector terciario ocupados por mujeres: comercio, banca, servicios
públicos y profesiones liberales. Se instauran derechos femeninos
aunque no de manera generalizada y en todos los países. Por último,
la conquista más visible y general parece llegar de la mano de la
libertad de movimiento y de la actitud que la mujer aprendió en
soledad y con el ejercicio de responsabilidades: libres de corsés,
de vestidos largos y ajustados, de sombreros imposibles e incluso de
la melena, el cuerpo femenino recupera el movimiento, practica
deportes, baila siguiendo ritmos importados, toma la calle, explora
una sexualidad propia y decide sobre su propia vida.
Estos
fueron los comienzos de imparables conquistas, su resplandor se
proyecta hasta nuestros días.
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