En ocasiones, contar algún
acontecimiento histórico puede ser sencillo. Sencillo y complejo, porque lo uno
no quita lo otro. Y ejemplificar la historia, hacerla accesible, contar algo a
partir de un objeto, puede ser una buena forma de hacer entenderla. Eso es lo
que intenta y consigue Juan Mayorga en su obra Reikiavik, que estos días se representa en una reposición en la
sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional.
La
estructura de la obra es simple. Dos personajes (Bailén y Waterloo) y un
muchacho (no tiene nombre). Bailén y Waterloo representan al muchacho la
partida de Reikiavik, cuando en 1972 los ajedrecistas Bobby Fischer y Boris
Spaski se jugaron el campeonato mundial de ajedrez. A partir de ahí, la lectura
que podemos sacar de la obra es infinita. Un gran mérito de Juan Mayorga. Y
como las lecturas son infinitas, remarco las que me han llamado la atención.
En
primer lugar, Mayorga ha recurrido a una partida de ajedrez para plasmarnos la
Guerra Fría. Ese conflicto entre EEUU y la URSS que se extendió desde el final
de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta la caída de la Unión Soviética en
1991. Y recurrir a un tablero de ajedrez no es baladí. El tablero de ajedrez es
simétrico, como simétrico era el conflicto. La URSS dominó el panorama ajedrecístico
durante 24 años. Spaski fue uno de sus representantes. EEUU se alzó con el
título en ese campeonato en la persona de Bobby Fischer.
Pero
si para Fischer (Waterloo) y Spaski (Bailén) el ajedrez lo era todo, para las
dos superpotencias tan solo era un escenario donde poder plasmar su rivalidad.
EEUU y la URSS no hablaban de ajedrez. El tablero de ajedrez de las
superpotencias era el mundo. Fischer y Spaski dos peones solamente. Y la fecha
no era lo de menos: 1972. Aun se dirimen combates de la Guerra de Vietnam,
conflicto donde EEUU y la URSS tuvieron una implicación. Es un año antes de que
Salvador Allende fuese derrocado por un golpe de Estado que acabó con su vida y
con las esperanzas del pueblo chileno de establecer un modelo social distinto.
Y viene a colación porque en la obra, los actores interpretan a varios
personajes. Y uno de ellos es Henry Kissinger, uno de los impulsores de la
política de contención contra su enemigo soviético y uno de los intervinientes
a favor del golpe de Pinochet en el Chile de 1973. Tiene reflejo en la obra.
También
podemos ver la obra en clave del olvido. El olvido que cubre a algunos
personajes cuando dejan de ser importantes para nuestros intereses. Les pasó a
Fischer y Spaski en sus respectivos países. De héroes a villanos. Pero también
es el reflejo de Waterloo y Bailén. Personajes anónimos, que como dice el
director de la obra “quieren vivir la
vida de otros”.
Una
obra que puedes sacar la lectura de que incluso cuando ganas, puedes perder.
Fischer y Spaski era unos fuera de serie. Unos auténticos genios en su materia.
Ambos habían ganado en algún momento. Pero posteriormente perdieron. Perdieron
su batalla individual. Se dieron cuenta que eran unos peones en un tablero
demasiado complejo. Incluso la complejidad del ajedrez era demasiado simple en
un contexto donde lo que menos importaba es como moviesen ellos las piezas en
su tablero. La partida era otra. Y por ello, también, los nombres de los
protagonistas no son casuales. Bailén y Waterloo. Derrotas determinantes de
alguien que había nacido para ganar: Napoleón Bonaparte.
Pero
también la obra refleja la vida y la esperanza. Fischer y Spaski tenía
esperanza en el ajedrez. Su vida era el ajedrez. Bailén y Waterloo tienen la
esperanza de representar esa vida para que otros la conozcan. Y no es trabajo
menor, porque en muchas ocasiones nosotros y nosotras imitamos otras vidas.
Pero también la obra tiene una clave en la muerte. Porque de aquella partida de
ajedrez de 1972 que duró semanas (del 11 de julio al 31 de agosto y que gano
Fischer por 12 ½ a 8 ½) solo vive hoy Spaski.
La
propia vida de los protagonistas reales de la obra daría para un artículo.
Fischer falleció y fue enterrado en Reikiavik. El tormento fue el leiv motiv de
la vida de Fischer. Infancia difícil. El era judío pero rechazaba sus propios
orígenes. La partida que jugó contra Spaski fue la última que hizo
oficialmente. Tuvo problemas con EEUU cuando fue a jugar a Yugoslavia otra
partida con Spaski en 1992. EEUU había bloqueado las relaciones con Yugoslavia
y le fue retirado el pasaporte. Acabó sus días en Islandia, concediéndole la
nacionalidad islandesa. Murió el 17 de enero de 2008. Spaski tuvo distinta
trayectoria pero también muy trágica. Fue uno de los mejores ajedrecistas del
momento. Ganó el campeonato mundial. Pero su derrota con Fischer le hizo bajar
el nivel y ya no fue lo mismo de cara a las autoridades soviéticas. Tanto fue
así que en 1984 cayó en desgracia y tuvo que salir de la URSS, nacionalizándose
francés. Aun así, él siguió en la élite del ajedrez y llegó a jugar con el que
sería un futuro campeón como Anatoli Karpov. Actualmente sigue viviendo en San
Petersburgo.
Quizá
en la obra de Mayorga los aspectos biográficos son los que menos interesen. Lo
que importa es lo psicológico. Porque entre los dos grandes personajes, entre
Fischer y Spaski, entre Bailén y Waterloo, está el muchacho. Y ese muchacho
somos nosotros, los espectadores. Los ciudadanos. Además, el muchacho se
mimetiza con uno de los personajes, que esta desahuciado vitalmente, con la
clara intención de sustituirle en esa plasmación de otras vidas. Sin quererlo,
el muchacho puede ser el personaje más importante de la obra.
En
definitiva, estamos ante una obra de teatro de calado. Muy recomendable. Lo
poliédrico de sus lecturas hace de la obra algo magistral. A eso ayuda la
enorme dirección de Juan Mayorga, que se nota que se documenta para las obras,
como de los actores Daniel Albadalejo, Elena Rayos y César Sarucho.
Si
pueden no pierdan la oportunidad de ver Reikiavik, una partida de ajedrez con
historia donde todos podremos vernos reflejados.
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