Comenzamos una serie dedicada a la Primera Guerra Mundial, extrayendo los artículos publicados en el periódico Diagonal en su cuadernillo especial sobre el centenario del inicio este conflicto bélico.
Este primer artículo es el dedicado al contexto general de la Gran Guerra escrito por Iván Pascual Ocaña
En el
verano de 1914 Europa era un polvorín a la espera de una excusa con
la que saltar por los aires y arrastrar consigo al mundo entero. Las
tensiones entre los estados eran de tal magnitud, que se podría
afirmar que los disparos con los que Gavrilo Princip puso fin a la
vida del Archiduque Francisco Fernando, heredero de la Corona
Austro-Húngara, nacía el sangriento siglo XX. Fue la chispa que
provocó la Primera Guerra Mundial y que prendió la llama de la
revolución rusa. El conflicto que encumbró a los EEUU como la gran
potencia mundial y que marcó el declive europeo y la pérdida de
sus imperios coloniales. El triunfo del nacionalismo y el nacimiento
del fascismo en las trincheras. Una guerra que provocó 30 millones
de víctimas entre muertos y heridos, así como la destrucción de
cuatro imperios: el alemán, el austrohúngaro, el otomano y el ruso,
y de cuyos escombros emergerían toda una serie de nuevos conflictos.
Una guerra de una capacidad destructiva inimaginable tan solo unas
décadas antes.
Cuesta
creer que semejante conflicto pudiera surgir de una forma casi
inesperada. Y es que pocos podían imaginar que el asesinato del
Archiduque pudiera desembocar en una guerra mundial. Una guerra
global que se combatiría por tierra, mar y aire. Desde los campos de
Flandes a las llanuras polacas y de las selvas de Tanzania a los
desiertos de Arabia. Y si inesperado fue su comienzo, su finalización
fue casi igual de repentina, con el desmoronamiento por agotamiento
de las potencias centrales.
Grandes
eran las tensiones que corroían Europa. La rivalidad
germano-francesa y el deseo de ésta de vengar la derrota de 1870.
Las ansias expansionistas alemanas y su conversión en una potencia
mundial, lo que era visto con temor por sus vecinos. El conflicto
balcánico, donde tres grandes imperios se disputaban la influencia:
el austro-húngaro, el ruso y el otomano. El deseo de Serbia de unir
bajo su égida a los eslavos del sur, lo que entraba en colisión
directa con Austria. La competencia colonial en África y Asia,
continentes sometidos casi en su totalidad al dominio europeo. Un
nacionalismo agresivo que infectaba a todos y cada uno de los estados
europeos. Todo ello había ido provocando la formación de dos
grandes bloques de poder. De un lado la Triple Alianza, formada por
el imperio Austro-Húngaro, el Reich alemán e Italia. Del otro lado
la Triple Entente, formada por Francia, Rusia y Gran Bretaña,
potencias hasta hacía poco rivales, unidas ahora ante la amenaza
alemana. Este sistema en teoría garantizaba la paz en Europa, ya que
entrar en conflicto con una de ellas, comportaba el riesgo de entrar
en guerra con todas las demás.
Con el
asesinato del Archiduque, Austria tenía la excusa para ajustarle las
cuentas a Serbia. Sin embargo había miedo a la reacción rusa. Lo
que parecía tan solo un nuevo conflicto local en los Balcanes dio un
peligroso giro cuando Austria consiguió el apoyo incondicional del
Kaiser alemán para una intervención contra Serbia. El peligroso
juego de las alianzas se había puesto en marcha. A partir de ese
momento todo se precipitó. Ultimátum de Viena a Belgrado, solicitud
de ayuda de Serbia a Rusia. ¿La respuesta del Zar?: movilización
general. A partir de ahí se entró en el punto de no retorno. Uno
tras otro los estados europeos se fueron declarando la guerra. Para
el 5 de agosto, la Triple Entente estaba en guerra con la Triple
Alianza (con la excepción de Italia, que lo haría del lado aliado
en 1915). Las masas, deslumbradas por el nacionalismo, se lanzaron
entusiasmadas a una guerra que se preveía de corta duración.
Al
iniciarse el conflicto, la situación de las potencias centrales era
peor que la de los aliados. Escasas de materias primas y
prácticamente rodeadas, su única salvación consistía en derrotar
rápidamente a alguno de sus rivales y así romper el cerco. La
elegida para recibir el primer golpe fue Francia, mediante un ataque
relámpago a través de la neutral Bélgica. La jugada sin embargo
salió mal. No solo no se derrotó a Francia, sino que además se
ganaron al peor de los enemigos posibles: el Imperio Británico, con
acceso prácticamente ilimitado a los recursos naturales y dotado con
la marina más poderosa del mundo, con la que puso rápidamente en
marcha un bloqueo marítimo con que ahogarlas económicamente. Con la
entrada de los turcos en la guerra del lado de las potencias
centrales, su situación estratégica mejoró ligeramente, pero esto
no podía ocultar el hecho de que a pesar de que se contara con un
nuevo aliado y a pesar de que se hubieran infligido dolorosas
derrotas a rusos y franceses, la victoria en una guerra de desgaste
era imposible. Por ello las potencias centrales tratarán de romper
el dogal que se cernía sobre ellas, causando catastróficas derrotas
a rusos y franceses, para forzarlas a firmar la paz. También
minaron el dominio británico sobre su imperio, fomentando rebeliones
internas (como la Yihad en los dominios musulmanes o el apoyo al
movimiento independentista irlandés), además de tratar de ahogarla
económicamente mediante la guerra submarina indiscriminada. Solo a
principios de 1918 consiguieron romper el cerco mediante la firma
del tratado de Brest-Litovsk con la Rusia soviética, nacida de la
revolución de octubre. Pero la victoria en el este llegaba demasiado
tarde, los imperios centrales estaban exhaustos y con claros síntomas
de derrumbe. Además, la guerra submarina no solo no había
conseguido asfixiar a Gran Bretaña, sino que había provocado la
entrada en la guerra de otro enemigo aún más poderoso: los EEUU.
En
cuanto a las estrategias aliadas durante la guerra, oscilaron entre
la inglesa, más proclive a practicar una guerra de desgaste que
provocara el colapso de Alemania, y la francesa y la rusa, mucho más
agresiva y partidaria de encontrar una solución militar. La postura
británica era comprensible, ya que se sentía segura gracias a su
insularidad y al poder que le otorgaba poseer la mayor marina del
mundo, que le permitía un acceso casi total a los recursos de su
vasto imperio. Rusos y franceses por el contrario habían visto como
el enemigo ocupaba amplias zonas de su territorio y veían amenazada
su existencia, de ahí su mayor deseo de encontrar una solución
militar. En la práctica se alternaron ambas posturas. Por un lado
se fue minando la capacidad de resistencia alemana mediante el
bloqueo económico. Y por otro se la sometió a continuos ataques con
los que minar su capacidad militar: Batalla de Tannenberg, Yprès,
Somme, Cambrai...
Rusia,
corroída por sus continuos fracasos en el frente, se derrumbó,
aupándose al poder los comunistas, los cuales se apresuraron a salir
de la guerra. Con ese acto las potencias centrales rompieron por fin
el cerco. Pero ya era demasiado tarde. Gracias al tremendo potencial
americano la situación aliada seguía siendo muchísimo más
favorable. Poco a poco fueron obligando a retroceder a los alemanes.
Al final, unas potencias centrales agotadas y exhaustas,
desmoralizadas y con el miedo siempre latente a la revolución,
fueron solicitando una tras otra el armisticio, el cual se firmaría
finalmente con Alemania el 11 de noviembre de 1918. La guerra más
mortífera de la historia había terminado.
“Este
no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años”.
Mariscal Ferdinand Foch.
Con
estas palabras profetizaba el Mariscal la Segunda Guerra Mundial. En
Versalles Alemania firmaba su sumisión económica y política.
Millones de alemanes, y entre ellos un joven cabo austríaco, lo
vieron como una afrenta y la prueba de que el mundo entero estaba en
contra suya. Al fin y al cabo no habían sufrido grandes derrotas,
los aliados no habían entrado en suelo patrio y en el este se había
ganado la guerra. ¿Por qué entonces semejante trato? Muchas fueron
las voces que se opusieron, pero al final no pudieron hacerse valer.
El nacionalsocialismo, nacido en el fango de las trincheras,
encontraría en un breve plazo, oídos bien dispuestos para su
semilla de odio y revanchismo.
A
partir de diciembre de 1918 los soldados empezaron a regresar a sus
hogares, y entre ellos, hombres que el mundo no conocía aun: Rommel,
Paulus, De Gaulle, Mussolini, Goering... y el más insignificante de
ellos: Adolf Hitler. En poco tiempo el mundo empezaría a oir hablar
de ellos.
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