Hace uno años, en una librería
de viejo, di con una rareza poco conocida que no pude evitar la tentación de
adquirir. El libro en cuestión se titulaba ¿Cómo y cuando ganó usted su
primera peseta?, producto de la encuesta que el periodista Francisco Gómez
Hidalgo realizó y la librería Renacimiento publicó en el año 1922. El libro,
aunque anecdótico, es interesante por varias cuestiones. La primera por el
autor, el periodista Francisco Gómez Hidalgo. Periodista muy afamado en la
época, colaborador de periódicos muy importante del momento como El Liberal o
El Heraldo de Madrid. Liberal y republicano, Gómez Hidalgo fue
militante, ya en los años de la Segunda República, del proyecto de Diego
Martínez Barrio, Unión Republicana, siendo diputado en 1936 por el Frente
Popular. Debido a su militancia política tuvo que exiliarse tras el conflicto
civil y murió en México en 1947. No solo queda ahí la importancia de Gómez
Hidalgo, pues de su pluma salieron libros muy interesantes como biografías de
toreros como Juan Belmonte o sus visiones sobre el conflicto de Marruecos.
Entre las cuestiones poco conocidas de este periodista, ya de por sí poco
conocido hoy día, esta la dirección y guion de una película de 1926 que se
tituló La malcasada, un folletín de la época donde se une amoríos, toros
y guerra de Marruecos, en una producción que viéndola no fue la mejor
representante del momento. Sin embargo, en esa película, junto a los
protagonistas de la obra aparecen personajes importantes y famosos del momento
como el dictador Miguel Primo de Rivera, los escritores Wenceslao Fernández Flórez,
Valle-Inclán o Azorín, el tenor Miguel Fleta, los políticos Luis Araquistáin o
José Sánchez Guerra e, incluso, un joven Francisco Franco.
La curiosidad del libro de Gómez Hidalgo publicado en
1922 radica en la amplia diversidad de personajes a los que le hizo la
encuesta, lo que indica la popularidad e importancia del personaje en momento.
En sus páginas nos relata como ganaron su primera peseta personajes como Carlos
Arniches, Mariano Benlliure, Pedro Corominas, Jacinto Benavente, Alberto Insua,
Concha Espina, Carmen de Burgos, Margarita Nelken, Santiago Ramón y Cajal,
Julio Romero de Torres, José Millán Astray, etc. Hasta un total de 224
respuestas.
El movimiento obrero también está representado en
estas encuestas, y hay dos militantes de la CNT: Ángel Pestaña y Salvador
Seguí. Ambos, en aquella fecha de 1921-1922 posiblemente los más importantes y
relevantes del anarcosindicalismo. Reproducimos aquí la larga respuesta de como
Salvador Seguí ganó sus primeras pesetas, y mostramos en grado de complicidad
entre ambos personajes. Una historia anecdótica, pero que no deja de ser
curiosa. En el momento de la respuesta Seguí estaba preso, tal como indica al
final de su escrito. Pocos meses después de la publicación de este libro, Salvador
Seguí fue asesinado por pistoleros pagados por la patronal catalana, poniendo
fin a la vida de una de las figuras más emblemáticas del movimiento obrero
español.
Estimado amigo Gómez Hidalgo:
No
puedo negarle lo que tan amablemente me pide. A otro, que no fuera usted, se lo
hubiera negado, porque creo que estas cosas, en el fondo, no interesan a nadie
y lo poco que tienen de interés es nocivo para la curiosidad del público, ya
que determinan conformaciones morbosas en la opinión. Usted me entiende.
Por
otra parte, mis actos son harto corrientes y vulgares para que puedan despertar
curiosidad alguna. Porque no interprete el amigo, a quien tanto le estoy
obligado, como desaire mi negativa, voy a complacerle.
La
primera peseta, o las primeras pesetas, que gané – pues fueron más de una – fue
de singular y caprichosa manera. Vera usted:
No
tenía mas de ocho años en la primavera de 1896. Era de vigilia del domingo de
Ramos.
¡Domingo
de Ramos! ¡Con cuanta ilusión lo esperaba siempre mi alma infantil, enamorada
de la leyenda, de lo bello y lo majestuoso! ¡Con cuanta emoción lo recuerdo
aun, cuando mi espíritu, reconcentrándose, aviva el recuerdo de aquellos
tiempos, dulces y tranquilos, serenos y amables, de mi niñez! Es esta fiesta,
sin disputa, una de las más bellas que celebra la Iglesia y la cristiandad
toda. Fiesta de primavera y esperanza, fiesta de gentiles paganías y de
fecundas promesas. Así la interpretaban los antiguos pueblos de Oriente, que
hacían un culto de la Belleza y de la Vida. Siglos después, la Iglesia
ofrendaba a esa fiesta en forma de glorificación y homenaje al legendario hijo
de Galilea en su triunfal entrada en Jerusalem. Así fue creado el más bello
mito de la leyenda cristiana por los padres de la Iglesia, y conservado, aunque
transfigurado, uno de los ritos más hermosos del Paganismo. Que el buen gusto
se lo paguen y se lo tengan en cuenta.
Como
queda dicho, estábamos en la vigilia de la referida fiesta del año citado; al
paso de marcharse de casa mi padre a sus tareas, yo rogué a mi madre que me
diera los céntimos precisos para ir a comprarme el ramo, la áurea y elegante
palma que al día siguiente tenía que ofrecerse como tributo de admiración y de
fe al divino hijo de Dios, por haber venido al mundo a redimir a los hombres.
Mi madre se negó en principio a darme los céntimos que yo tan insistentemente
le pedía, no solo porque tuviera el temor de que me los gastara en golosinas
con los demás chicos de la calle, sino también porque les privara del placer de
comprármelo ella, como hacia todos los años. Tanto insistí, tanto rogué, que mi
madre, bondadosa como todas las madres – la mía lo era en grado superlativo –,
me dio el dinero, ¡dos reales!, pero me los dio convencida de que me los
gastaría en chucherías y no en aquello para que los reclamaba.
Era
el atardecer. Me fui, no sin antes me advirtiera mi madre de que a eso de las
ocho estuviera en casa, pues, como de costumbre, tenía que llevar la cena a mi
padre, que por aquel entonces aun los tahoneros trabajaban de noche. Yo, como
es de suponer, di todas las seguridades a mi madre de que a la citada hora ya
estaría de regreso en casa.
Alcanzando
mi primer propósito, me dirigí hacía el lugar hacía el lugar donde vendiase las
ramas, que por aquellos tiempos hacíase en todo lo largo de la rambla de
Cataluña. Una vez allí, me detuve frente a una de las muchas paradas que había
en la feria. Se hacían transacciones entre compradores y vendedores, Me
informaba, me informaba de los precios que era para mi los más interesante. ¡Desilusión!
Las ramas que vendíanse más baratas costaban tres reales. Así y todo, intenté
fortuna. Muy serio, muy formalito, pregunté al hombre que vendía que cuanto
valía una palma que yo había escogido y que tenía en mis manos; respondióme él
que una peseta. ¡Una peseta! No, no podía gastar yo tanto… Le ofrecí dos reales
por ella, y el hombre, tomándome el ramo de las manos, díjome que los más
baratos que tenía valían tres. En esta situación, ¿qué hacer? ¿Marcharme a casa
sin conseguir mi objetivo, después de vencidas antas dificultades? ¡Oh, no! Mi
orgullo de niño se oponía a ello. Además, ya no era el ramo en sí lo que más me
preocupaba: era el sentimiento de mi impotencia, el fracaso de mi intento, las
mismas chacotas que despertaría en la vecindad y que a mi me hubieran parecido
como una humillación insoportable.
No,
no me fui; me quedé con la esperanza de reducir, de ablandar la terquedad del
vendedor. ¡Triunfé! ¿Llegué yo a percibir el que aquel hombre cedería? ¿Llegó
él, a su vez, a ver en mi un caso de tenacidad? ¿Por qué no me fui? ¡No sé! Hay
cosas realmente inexplicables. ¡Ni aquel hombre ni yo éramos adivinos ni
maestros de psicología! Lo cierto es que a la media hora que yo estaba allí
aquel hombre me dio un ramo, yo le entregué los dos reales, y satisfecho y
ufano me dirigí a mi casa rambla abajo.
No
hay llegado aun a la rambla de Canaletas, cuando una mujer, acompañada de un
niño, preguntóme cuanto me había costado la palma. YO, sin vacilar, le contesté
que tres reales. El niño demostró deseos de poseerla; entonces la mujer aquella
me invitó a que se la vendiera, y por aquella cantidad se la cedí.
Fuíme
otra vez a la feria y al mismo lugar; el vendedor, al verme, me interrogó con
una mirada. Le dije que el ramo que había adquirido antes era para un amigo
mío. Después de algunas palabras más me dio otro, pagué, y en paz. Ya no me fui
rambla abajo, me quedé en la feria, en la parte central del paseo. Pronto vendí
mi segundo ramo por el mismo precio que el primero. Me presenté otra vez al
vendedor. Entonces comprendió aquel hombre lo que yo hacía: revendía lo que a
él le compraba. A partir de ese momento dispuse de cinco palmas cada vez.
Cuando las había vendido las pagaba y me entregaba otras cinco. Concretando:
aun no eran las once de la noche, cuando había vendido cerca de sesenta palmas
y en mi bolsillo había doce pesetas con sesenta céntimos, todo ganancias.
¿Ganancias? ¿Eran realmente legítimas dichas ganancias? Siempre tuve mis dudas
acerca de ello.
La
feria tocaba a su fin. Agotado, el género, retirábase ya los vendedores. Por
otra parte, los compradores eran escasos, quedaban solo los rezagados. Me
despedí de mi protector hasta el año siguiente.
Inútil
decir que no me acordé de cenar y menos aun de llevar la cena a mi padre.
¡Buena era la que me esperaba, buena! Ya había descendido por todas las ramblas
e iba a internarme por la calle del Hospital, hacía mi casa, cuando me
encontré, frente a frente, con mi madre. ¡Iba a la feria a ver si me
encontraba! Estaba desesperada, indignada. Me reconvino y amonestó severamente.
Quedé como petrificado; no me defendí, no chisté siquiera. ¡Sobrada razón tenía
mi madre! Mas luego, acordándome de mi heroicidad, reaccioné. Saqué el
dinero de mi bolsillo, se lo entregué todo a mi madre y le conté todos los
episodios de mi hazaña. ¡Quedó asombrada, no me creyó! Preguntóme una y
otra vez de donde había sacado tanto dinero; yo, sobrecogido de espanto, le
repetía lo que había sucedido. Fue en vano, no daba crédito a mis palabras.
Entonces le propuse que fuésemos a comprobar lo que decía. Aceptó. Hacia la
feria nos dirigimos; a medida que nos acercábamos a ella, el rostro de mi madre
iba serenándose y ¡bien lo notaba yo! Llegamos al lugar, presto estaba ya el
vendedor de marcharse, cuando mi madre le interrogó. Aquel hombre le contó la
verdad de lo ocurrido, añadiendo por su cuenta alabanzas a mi personita.
Aquel buen sujeto se ofreció, cortés y amablemente, en todo a mi madre,
rogándole que al año siguiente me dejara que fuera a ayudarle en la venta. Mi
madre se excusó.
Años
después sostuve franca y leal amistad con aquel hombre. Se llamaba Salvador
Mateu, era propietario y comerciante en Elche, persona tan activa como honrada
y generosa. Ignoro si vive aun, pero siempre le recordaré con simpatía y
gratitud.
Convencida
de lo que le había dicho y tranquilizada por lo sucedido, además de contenta
por haberme encontrado, llegamos mi madre y yo a nuestra casa. Una vez en ella,
preguntóme si había cenado: contéstele que no; encendió la hornilla para
calentar mi cena. Ella también tomo un bocado. Mientras comíamos, le conté una
vez más las incidencias de la jornada. Me lo perdonó todo, como saben perdonar
las madres las travesuras de sus hijos: con sonrisas y besos. Me acosté.
Al
día siguiente, confundíase mi palma con la de los demás niños, en el atrio de
la iglesia. Ramos de olivo, símbolo de la paz. Ramos de laurel, símbolo de la
gloria. Graciosas y doradas palmas, fruto precioso de la palmera, reina del
desierto y de los países del sol… Todo ello se ofrendaba al redentor del
mundo, sin que el mundo se haya redimido aun…
¡Quien
pudiera tener siempre las ilusiones y el corazón de niño!
Siempre
suyo,
Salvador Seguí
Cárcel de Barcelona,
1921
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