En vísperas del Primero de Mayo, que mejor manera de recordar la lucha obrera que llevó aparejada la conquista de derechos laborales y colectivos. Reproducimos los artículos publicados en el periódico "El Salto" con motivo del centenario de la huelga de La Canadiense de 1919, escritos por los historiadores Juan Pablo Calero Delso, Chris Ealham y Julián Vadillo Muñoz
La azarosa lucha de las ocho horas de trabajo (Por Julián Vadillo
Muñoz. Historiador)
Una
de las consecuencias que tuvo el desarrollo de la sociedad industrial fue la
conformación del movimiento obrero como organismos de defensa de los
trabajadores para mejorar sus condiciones de vida. Y aunque el movimiento
obrero fue diverso estuvo básicamente conformado, desde el último tercio del
siglo XIX, por organizaciones de carácter marxista o anarquista, dependiendo
del lugar del desarrollo y la influencia de dichas ideologías.
Desde
la constitución de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) en
1864 una de las medidas que van a unir a todos los trabajadores del mundo es la
petición de disminución de la jornada laboral, que en algunos sectores podían
alcanzar hasta las 17 horas de trabajo diario. Unos trabajadores sin ningún
tipo de derechos colectivos que vieron en esas sociedades obreras el mejor
vehículo para optimizar sus condiciones de vida. La llegada de la Internacional
a España en 1868 vendrá aparejada con esas reivindicaciones que poco a poco, a
través de los distintos congresos obreros se iban a hacer populares.
Sin
embargo, fue un acontecimiento internacional lo que iba a posibilitar la
popularización del lema “8 horas de trabajo, 8 horas de descanso. 8 horas de
ocio”, que ya había anticipado Robert Owen a inicios del siglo XIX. En el marco
de una huelga convocada en mayo de 1886 en Chicago donde se pedían las ocho
horas de trabajo, una bomba estalló acusando a una serie de anarquistas de
cometer el atentado, lo que les llevó al patíbulo. Su muerte fue entendida como
la respuesta que las autoridades daban a la petición de mejora de las
condiciones del obrero, lo que generó un movimiento de carácter internacional
para reivindicar la reducción de la jornada laboral y que iba a tener al
Primero de Mayo (día de aquella huelga en Chicago) como la fecha simbólica.
En
España esas manifestaciones del Primero de Mayo se celebraron a finales del
siglo XIX y supusieron una diferenciación de reivindicación entre los
socialistas y los anarquistas para una misma finalidad.
Teniendo
en cuenta la dificultad de representatividad de los obreros en la España de la
Restauración, la política de los anarquistas de plantar batalla en los centros
de trabajo a partir de la huelga general como eje de lucha se popularizo. Un
primer acontecimiento en esta reivindicación lo marco el ciclo huelguístico que
se vivió en España entre 1901 y 1902 y que tuvo como una de sus
reivindicaciones básica la reducción de la jornada laboral, subiendo los
salarios e intentado crear un pleno empleo ante la acuciante situación de paro
en el país.
Aunque
algunos sectores consiguieron reducciones de jornada laboral (y en algunos
sitios del mundo incluso se consiguió las ocho horas), habría que esperar en
España a que la influencia del sindicalismo revolucionario eclosionara en la
fundación primero de Solidaridad Obrera y luego de la CNT, que tuvieron en sus
congresos un eje central de la reducción de la jornada de trabajo a ocho horas.
Aunque la movilización obrera hizo que el gobierno cediese en algunos aspectos,
habría que esperar a la huelga general revolucionario de 1917 y al ciclo de
huelgas de 1918-1919 para ver materializada en ley la jornada de ocho horas de
trabajo.
La efectividad de la acción directa. La Huelga de La Canadiense y sus
consecuencias (Por Chris Ealham. Historiador)
La consecuencia
de la Primera Guerra Mundial para la patronal en España fue tener frente a
ellos a un movimiento obrero bien organizado y un sindicalismo capaz de
triunfar en huelgas perfectamente diseñadas. Los conflictos se expandieron por
diversos puntos de la Península lo que generó una profunda crisis en la
Restauración. En ese momento, la CNT coordinaba las hasta entonces aisladas
acciones colectivas rurales con la protesta urbana. Tal y como escribió
entonces un industrial catalán, aquellos eran “tiempos de pesadilla”.
La
inquietud de las élites se centraba sobre todo en Cataluña, donde la CNT tenía
más de 400.000 afiliados en 1919, lo que representaba casi la mitad de su
militancia, un tercio de los cuales se encontraban en la zona barcelonesa. Este poder de los Sindicatos Únicos de
Barcelona quedó patente cuando en 1919 con la huelga en la empresa Riegos y
Fuerza del Ebro Sociedad Anónima, una compañía anglo-canadiense conocida
localmente como La Canadiense. El conflicto comenzó a comienzos de 1919, con el
despido de un grupo de trabajadores administrativos afiliados a la CNT. Los
trabajadores sindicados de la empresa, tanto obreros como empleados,
abandonaron sus trabajos y llamaron a la solidaridad de la CNT local. De este
modo, un conflicto en principio insignificante se convirtió en una lucha
titánica entre una amplia coalición que integraba, por un lado, a las
autoridades locales y estatales y al capital nacional e internacional, y por
otro, a la CNT de Barcelona. El gobierno movilizó a sus fuerzas represivas; se
aplicó la ley marcial y, dada la militarización de los servicios básicos, los
soldados reemplazaron a los trabajadores; alrededor de 4.000 trabajadores
fueron encarcelados. Aún así, los cortes en los suministros de energía
paralizaron la industria de la provincia de Barcelona durante 44 días. En medio
de la escasez de alimentos, los cortes de electricidad y las antorchas
encendidas por las patrullas del Ejército durante la noche, la capital de
Cataluña se parecía a una ciudad en guerra. Finalmente, el primer ministro, el
Conde de Romanones, trató de calmar la situación enviando un emisario, José
Morote, para llegar a un acuerdo entre los sindicatos y la patronal. Tras la
presión de Morote, la dirección de La Canadiense cedió a las reclamaciones de la
CNT, lo que incluía un aumento de salarios, el pago de los salarios perdidos a
los huelguistas y una amnistía total de los piquetes. En un intento de evitar
nuevos conflictos de clase, el gobierno de Madrid fue el primero de Europa en
aprobar la jornada de ocho horas en la industria. A pesar de la oposición de
algunos sectores de la CNT, Seguí anunció las medidas a los militantes en un
mitin monstruo el 17 de marzo de 1919. Este triunfo anunció la madurez de la
CNT, convirtiéndose actor principal en el mundo del trabajo.
Sin
embargo, el conflicto de La Canadiense había polarizado el contexto social,
desencadenando procesos clave que iban a marcar la Restauración. La autoritaria
“Federación Patronal de Barcelona”, que representaba a los elementos más activos
de la élite industrial, había sellado una alianza con los elementos más
extremistas del Ejército en la región.
En un flagrante acto de rebeldía contra el gobierno, el entonces capitán
general de Barcelona, el general Joaquín Milans del Bosch, respaldó a una
agrupación de oficiales de infantería, los llamados junteros, y azuzado por la
Federación Patronal, se negó a liberar a los miembros de la CNT en custodia
militar, en un intento de echar por tierra el acuerdo de La Canadiense y
provocar un enfrentamiento con los sindicatos. Las posiciones intermedias se
desvanecieron. La nueva situación parecía dar la razón a los sectores reacios
de la CNT, que el 24 de marzo lanzó una huelga general para lograr la
liberación de los encarcelados. El gobierno Romanones reprimió el movimiento,
declarando la ley marcial en Barcelona y suspendiendo las libertades civiles en
toda España. Ante las acaloradas críticas de la Federación Patronal y el ruido
de sables de la guarnición de Barcelona, el desacreditado gobernador civil y el
jefe de policía huyeron a Madrid, donde Romanones dimitió.
El
año 1919 fue el ejemplo de como las cuestiones laborales era tomada por una
gran parte de las autoridades como un problema de orden público. Aunque
republicanos y socialistas intentaron canalizar el descontento a partir de los
acuerdos internacionales sellados en la Organización Internacional del Trabajo,
la hostilidad de los capitalistas a la intervención del estado en la industria,
así como el endurecimiento de las posturas autoritarias de los grupos más
reaccionarios de la sociedad española hicieron fracasar cualquier intentona. La
evidencia se volvió a comprobar en septiembre cuando el ala sindicalista de la
CNT de Barcelona y los elementos más liberales de la burguesía accedieron a someter
sus diferencias a la “Comisión Mixta”, un comité de arbitraje patrocinado por
el estado. No obstante, sus esperanzas se vieron frustradas ante la erupción de
un conflicto social y laboral después de que la Federación Patronal de
Barcelona declarase 84 días de cierre patronal que afectó a 300.000 obreros, y
que duró desde el 3 de noviembre de 1919 al 26 de enero de 1920.
Este
creciente poder de los Sindicatos Únicos de la CNT hizo crecer la influencia de
una Federación Patronal que pretendió destruir al anarcosindicalismo
reivindicando su derecho ilimitado a fijar las condiciones de trabajo. Los
capitalistas comenzaron a distanciarse del Estado de la Restauración y el
sentimiento de los miembros de la patronal era que las autoridades de Madrid carecían
de la voluntad política de enfrentarse a los sindicatos y que el poder central
no defendía sus intereses. Para algunos grupos de la burguesía la salvación
pareció residir en el Ejército, que comenzaría a actuar de forma autónoma
frente al gobierno central, alcanzando una libertad de maniobra que culminaría
con el golpe de septiembre de 1923.
Salvador Seguí: el chico que hizo madurar al sindicalismo (Por Juan
Pablo Calero. Historiador)
Salvador Seguí
Rubinat, que fue popularmente conocido como “el noi del sucre” -el chico del
azúcar- fue también, paradójicamente, uno de los principales responsables de
llevar al sindicalismo a su etapa de plena madurez. La ciudad de Barcelona fue
escenario entre 1902 –fecha de la huelga general convocada por las sociedades
obreras anarquistas- y 1919 –el año de la huelga de la Canadiense- de un
intenso proceso de evolución del sindicalismo en general y del anarquista en
particular; y Seguí fue tanto uno de los mejores exponentes del resultado final
de este proceso como uno de sus más destacados protagonistas. Se ha acusado
repetidamente al movimiento obrero español de no contar con una nutrida lista
de teorizantes, pero se olvida que siempre estuvo a la vanguardia en fórmulas
de organización y ámbitos de sociabilidad; y en esos terrenos su aportación
resultó indispensable.
Nació Salvador Seguí en 1886 en
el seno de una familia campesina de la provincia de Lleida que, al año
siguiente, emigró a Barcelona -epicentro de una industrialización española
desigual e insuficiente- para ofrecer a sus hijos una vida mejor. Quizás fuese
esa condición de emigrante, aunque viniese de la Cataluña interior, que
compartió con los miles de trabajadores que por entonces llegaban a esa ciudad
desde todos los rincones del país, la que le alejó de un nacionalismo catalán
que, en su opinión, “antepone sus intereses de clase, es decir los intereses
del capitalismo, a todo interés o ideología”.
Acudió a la escuela pero, como
tantos hijos de familias obreras, la abandonó a los doce años para aprender el
oficio de pintor –el mismo que tuvo Juan Gómez Casas, otro de los
imprescindibles- con el que se ganó la vida hasta el final de sus días. Tres
años más tarde abría sus puertas en la capital catalana la Escuela Moderna de
Francisco Ferrer Guardia, mostrando con rotundidad tanto el peso específico que
tenía la cultura en el seno del movimiento libertario como las simpatías que
éste despertaba entre muchos intelectuales. Naturalmente, Seguí no acudió a sus
aulas, pero se formó culturalmente en la vasta red de ateneos y bibliotecas
libertarias que en aquellos años salpicaban el mapa de Barcelona y sus
contornos, hasta el punto de convertirse en un excelente orador y polemista y
en escritor de varias obras sobre sindicalismo, de una novela corta –Escuela de rebeldía- y de incontables
artículos en cabeceras de distinta orientación.
En 1907 perteneció a la comisión
organizadora de Solidaridad Obrera, la federación de sociedades de trabajadores
que nacía como contrapunto obrerista a Solidaritat Catalana, una alianza de
todas las corrientes ideológicas –desde los carlistas a los federales- que
reconocían la personalidad política de Cataluña. Aún compartiendo el rechazo al
asfixiante régimen de la Restauración, este primer congreso de Solidaridad
Obrera demostraba que los trabajadores barceloneses se sentían con fuerza
suficiente como para confrontarse con el catalanismo y afirmar que “como clase
obrera sólo podemos tener un fin común: la defensa de nuestros intereses y sólo
un ideal puede unirnos, nuestra emancipación económica”.
Estas dos ideas -la cultura como
palanca de liberación personal y el sindicato como herramienta de liberación
colectiva-, moldearon el ideario de Seguí y los frutos de su labor no tardaron
en llegar: en 1908 Solidaridad Obrera ampliaba su ámbito de actuación a toda
Cataluña, en 1910 fue la base de la Confederación Nacional del Trabajo, y en
1918 la regional catalana de la CNT celebró en Sans un congreso en el que daba
el paso desde las sociedades de oficio a los sindicatos únicos de ramo –anticipando
las federaciones de industria-, un salto cualitativo que dotó a la CNT de una
capacidad de respuesta extraordinaria ante los retos que se le presentaban:
crisis económica, represión policial y pistolerismo patronal.
Este acuerdo, impulsado por Seguí,
permitió al anarquismo obrerista pasar de una estrategia de resistencia al
capital a postular una sociedad basada exclusivamente en sindicatos capaces de
organizar todos los aspectos de la producción económica y de la vida social. Y
esa sociedad futura se hacía presente a través de una amplia red de espacios de
sociabilidad y de formación para los trabajadores: ateneos y escuelas, grupos
de teatro y orfeones, sociedades excursionistas y deportivas… donde desarrollar
el apoyo mutuo, la pedagogía libertaria, el naturismo o el higienismo.
La última lección la dio Seguí
con su muerte; los instigadores del crimen, la patronal Fomento del Trabajo
Nacional, y los autores del asesinato, los pistoleros del Sindicato Libre –que
no era ni una cosa ni la otra-, comprobaron que la red sindical que él había
impulsado era mucho más fuerte que su liderazgo personal y que se había forjado
una generación de obreros capaces de sostener con aprovechamiento su herencia.
En julio de 1936, trece años después de su muerte en las calles del Raval,
demostraron que llevaban un mundo nuevo en sus corazones.
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