Hace unos meses uno de mis
mejores amigos me regaló un libro (gracias Eduardo). Un libro que conocía pero
que en ningún momento me convenció para poder leer. Se trataba de las memorias
de Stefan Zweig. Llevan por título El mundo
de ayer. Memorias de un europeo (Acantilado, Barcelona, 2002. 546 págs.)
Tengo
que reconocer que conozco poco la obra de Zweig. Pero su libro de memorias me ha resultado muy interesante. El estilo de
Zweig es sencillo y cercano. Su pluma engancha a cualquier lector que le
interese la historia mundial que gira entre el final del siglo XIX y el
estallido de la Segunda Guerra Mundial.
La
historia hay muchas formas de estudiarla. Lo podemos hacer con grandes manuales
escritos por los mejores historiadores. La podemos conocer a través de la
documentación de primera mano, de los documentos generados en el periodo
histórico que nos interese conocer. O la podemos conocer a través de la vida de
algún personaje que ha vivido el momento. Unas memorias. Pero este género tiene
muchos inconvenientes. Las memorias no dejan de ser, en la mayoría de las
ocasiones, un instrumento de justificación de las acciones del personaje en
cuestión. Lo vemos en la cantidad de memorias que han generado los conflictos
bélicos. En el caso de la Guerra Civil es más que evidente. Aunque hay memorias
mejores y peores, todas tienen ese punto en común. Y aunque Zweig también tiene
un poco de eso, como es lógico, este libro de memorias tiene algo que he
encontrado en pocos.
Stefan
Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, Brasil, 1942) nos lleva de la mano al cambio
de un mundo. Como vienés había nacido en el seno del Imperio Austrohúngaro. Una
estructura anquilosada que se mantuvo en esos momentos por las políticas de
alianzas internacionales secretas ideadas por Bismarck. Pero la desaparición
del Canciller de Hierro, la enorme conflictividad interior del propio imperio
con nacionalidades en pujanza y una conflictividad social en avance merced al
desarrollo de un incipiente movimiento obrero, hacía que el futuro del Imperio
Austrohúngaro fuese su desintegración. El estallido de la Primera Guerra
Mundial en julio-agosto de 1914 (el pasado año celebramos su centenario) fue la
puntilla para ese imperio, que tras la Paz de París quedó desintegrado. Zweig
nos muestra desde su visión como se produjo ese cambio. Como el mundo en que
había crecido se desmoronó y surgió algo nuevo. La prueba que mejor marca ese
cambio es el pasaje en el que autor habla en su regreso a Austria (ya
República) como un tren se paró en la estación de un pueblo. Dentro del mismo,
de pie junto a la ventanilla, estaba el último emperador austrohúngaro, Carlos
I. El tren partió y con él la desintegración total del Imperio.
Pero
también Zweig nos muestra cómo era la Europa cultural del momento. Como se
codeó con las grandes figuras. Como siempre estuvo más cercano a las posiciones
de la izquierda política por encontrar ahí un espacio donde poder desarrollar
su literatura. Pero Zweig no se integró en ningún partido. Aunque su simpatía
iba hacia los socialistas no fue, por ejemplo, un escritor adscrito al
comunismo, como fueron otros integrantes brillantes de su generación. La
política para Zweig era colateral si bien no se mantenía independiente de ella.
Son
más de 500 páginas de un impresionante recorrido histórico, que finaliza para
Zweig con su salida de Austria por el ascenso del nazismo. Su condición de
judío le convertía en un proscrito por las leyes racistas de los nazis. Vio
cómo cuando parecía que se volvía a establecer, que encontraba un hueco,
nuevamente un cataclismo social le hacía romper vínculos con su tierra. Marchó
a Inglaterra hasta que decidió partir a América, donde se suicidó en Brasil,
junto a su esposa, en 1942.
No
quiero terminar este pequeño comentario sin reproducir los párrafos que Zweig
le dedicó a España. En su huida en barco de Europa hizo escala en Vigo, cuando
las tropas rebeldes de Franco ya controlaban la ciudad gallega. Así muestra
Zweig la Guerra Civil española:
“En aquel verano de 1936 había estallado la Guerra Civil española, la
cual, vista superficialmente, solo era una disensión interna en el seno de ese
bello y trágico país, pero que, en realidad, era ya una maniobra preparada por
las dos potencias ideológicas con vistas a su futuro choque. Había salido yo de
Southampton en un barco inglés con la
idea de que el vapor evitaría la primera escala, en Vigo, para eludir la
zona en conflicto. Sin embargo, y para mi sorpresa, entramos en ese puerto e
incluso se nos permitió a los pasajeros bajar a tierra durante unas horas. Vigo
se encontraba entonces en poder de los franquistas y lejos del escenario de la
guerra propiamente dicha. No obstante en aquellas pocas horas pude ver cosas
que me dieron motivos justificados para reflexiones abrumadoras. Delante del
ayuntamiento, donde ondeaba la bandera de Franco, estaban de pie y formados en
filas unos jóvenes, en su mayoría guiados por curas y vestidos con sus ropas
campesinas, traídos seguramente de los pueblos vecinos. De momento no comprendí
para qué los querían. ¿Eran obreros reclutados para un servicio de urgencia?
¿Eran parados a los que allí daban de comer? Pero al cabo de un cuarto de hora
los vi salir del ayuntamiento completamente transformados. Llevaban uniformes
nuevos y relucientes, fusiles y bayonetas; bajo la vigilancia de unos oficiales
fueron cargados en automóviles completamente nuevos y relucientes y salieron
como un rayo de la ciudad. Me estremecí. ¿Dónde lo había visto antes? ¡Primero
en Italia y luego en Alemania! Tanto en un lugar como en otro habían aparecido
de repente estos uniformes nuevos e inmaculados, los flamantes automóviles y
las ametralladoras. Y una vez más me pregunté: ¿quién proporciona y paga esos
uniformes nuevos? ¿Quién organiza a esos pobres jóvenes anémicos? ¿Quién les
empuja a luchar contra el poder establecido, contra el parlamento elegido,
contra los representantes legítimos de su propio pueblo? Yo sabía que el tesoro
público estaba en manos del gobierno legítimo, como también los depósitos de
armas. Por consiguiente, esas armas y esos automóviles tenían que haber sido
suministrados desde el extranjero y sin duda había cruzado la frontera desde la
vecina Portugal.”
Termina
Zweig concluyendo que el fascismo surge en los despachos y consorcios de grandes
capitalistas con ambición de poder. Y que están detrás de las potencias
fascistas, que como Alemania o Italia, apoyaron el golpe de militar de julio de
1936. Aunque establecer la causa de la Guerra Civil en el choque entre la
Alemania nazi y la URSS es simplificar y no establecerse a la verdad, lo cierto
es que Zweig da en blanco en el surgimiento y financiación del fascismo español
que promovió el golpe contra la República y contra los avances revolucionarios
de la España de la década de 1930.
Un
clarividente libro el de Zweig. Recomendable por la facilidad de lectura, por
la cantidad de temas que aborda y por la lucidez de análisis que Zweig muestra
a lo largo de todo el libro.
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